La lluvia seguía cayendo, y ya era de noche. Había sido un verano extraño. Demasiado lluvioso, demasiado oscuro, mucho más oscuro que lo habitual. La gente caminaba presurosa en busca de algún refugio donde protegerse. El tránsito estaba completamente detenido, los taxis se agolpaban en una inmensa fila que no tenía comienzo ni fin. El único sonido que se podía percibir era el mágico estruendo de las bocinas. Es increíble observar como los conductores las utilizan, sin saber por qué ni para qué, quizás como una forma de descargar las tensiones que adquieren con el fervor del día. La culpa es del otro, siempre del otro. Él es causante del embotellamiento, el causante de nuestros problemas, él debe ser castigado. Es un mecanismo muy simple, pero extremadamente efectivo.
El chico estaba parado en la esquina. Nadie parecía verlo, era invisible. Todos somos invisibles en la vorágine porteña, tan solo uno más en la multitud. Vestía como cualquier otro joven de su edad: jeans, zapatillas y una camisa a rayas. Había ahorrado durante mucho tiempo para poder comprar esa ropa, meses de incansable trabajo como estibador. Muchas veces se había planteado el sentido de tanto esfuerzo, tanto trabajo para tener un sueldo que apenas la permitía mantenerse. Sin embargo nunca siguió el camino que eligieron muchos de sus amigos de la villa. No señor, él nunca robó, esa no era una opción que podía permitirse. Tampoco juzgaba a sus amigos, sentía que no tenía ningún derecho a hacerlo.
Era bastante alto, delgado, de expresión ruda y palabra amable. Su piel era trigueña, un rasgo que heredaba de sus antepasados aborígenes. Tenía una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, justo debajo del ojo, fruto de una antigua pelea. Estaba feliz, muy feliz. La chica que tanto quería había aceptado salir con él por primera vez. Su corazón explotaba, las piernas le temblaban, apenas podía mantenerse en pie. Miraba el reloj insistentemente, casi como un acto reflejo, deseando que ella apareciera. Tantas veces había soñado con ese momento, tantas veces la había invitado hasta que finalmente ella aceptó. Ella, ella, ella, ella, era lo único que tenía en la mente. En un momento incluso llegó a pensar que toda su vida había sido un triste preludio de esta ocasión, sentía que todo cambiaría de una vez y para siempre. La suerte, la majestuosa suerte, esa dama tan esquiva, le estaba tendiendo una mano y él se aferró a ella con todas sus fuerzas.
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