El cine que nace con Griffith reconoce su metáfora en el espejo: el cine como reflejo del mundo, como ventana abierta a lo real.
Las escrituras clásicas de Hollywood eran silenciosas, volcadas a la edificación de universos ficcionales pregnantes, fuertemente verosímiles, habitados por sólidos personajes y habitables, también, por el propio espectador. Primaba en ellos, pues, lo narrativo, con su férreo encadenamiento –metonímico- de aconteceres. La mirada del espectador transitaba sin conflicto sus universos, sometiéndose dócil a las travesías a las que los propios relatos invitaban.
El texto clásico se caracteriza por una cierta economía de la significación: economía del equilibrio entre el orden del significado y el orden del significante. Es por eso que el signo brilla en él con su máximo esplendor. No hay por ello, lugar para el exceso: ni exceso del significante (autonomía opaca de la forma), ni exceso del sentido (ambigüedad). Así, en el texto clásico, la escritura misma (el trabajo por el que se traza la diferencia en el significante y en el sentido) queda borrada tras la representación que ha puesto en pie. La escritura nombra la “realidad”, nunca a sí misma. La mirada es limpia y transitiva, sólo ocupada por el devenir del relato y por el sentido que de él emana.
El canon clásico es un seguro contra la angustia, la negación tajante de la opacidad del mundo y –pero es lo mismo, después de todo- del espesor, de la ambigüedad del lenguaje.
Basta sin embargo con desplazar la mirada para descubrir la fragilidad de ese universo enunciado por la representación clásica y, de un mismo golpe, la fragilidad de ese sujeto que en ella ha vivido tan hermosa como fugaz apoteosis. Sin duda la transparencia de ese lenguaje que se fundía con un mundo humanamente ordenado comenzó enseguida a desmoronarse.
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