miércoles, 7 de noviembre de 2007

Los ojos de los pobres

La ciudad aúna a los hombres. En la ciudad miramos y somos mirados. Nos exponemos a los otros. No hay posibilidad de evitarlo.
Los otros se nos presentan como símbolos. Ante nuestros ojos vemos pasar seres humanos que trabajan, estudian, aman, odian y miran, como nosotros. La mayor parte de las ocasiones no nos detenemos a pensar en esto. Lo tomamos como parte de la realidad, una circunstancia más del devenir. Algunas veces, la mirada del otro nos atrapa y nos lleva a querer descifrar ese símbolo, adentrarnos en el misterio de la personalidad humana. Vencer la barrera del aislamiento, ese mecanismo de defensa que tanto se suele utilizar, es todo un desafío.
Charles Baudelaire, uno de los denominados poetas malditos, relata un poderoso encuentro en Los ojos de los pobres, poema publicado en "El Spleen de París o Pequeños poemas en prosa" (1869).


¡Ah!, quieres saber por qué hoy te aborrezco. Más fácil te será comprenderlo, sin duda, que a mí explicártelo; porque eres, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisiste sentarte delante de un café nuevo que hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los tuyos, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en tus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijiste: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué grande Baudelaire. Qué triste.

Anónimo dijo...

que grande eres idolatrado poeta. que siego son nuestros ojos ante las verdades tristes de este mundo convertido en simple por nuestras manos destructoras.

Anónimo dijo...

perdon por mi estupides comentida. se que ciego es con (c) lo siento.